Gijón, J. MORÁN 20 de junio de 2009. Vicente Ferrer i Moncho se afilió de joven al POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) e hizo la guerra en el Ebro y en la huida republicana hacia Francia, hechos que las autoridades franquistas consideraron después motivo de internamiento en el campo de concentración de Betanzos, en 1939, y de obligatorio servicio militar en el cuartel de Simancas, en Gijón. En aquel simbólico enclave del régimen, Ferrer logró cierta amistad con un sargento falangista, pero también organizó la huida de un compañero catalán, amenazado de detención.
Según cuenta el ex jesuita y cooperante en sus memorias, nada más llegar a Gijón le encargaron la oficina de intendencia, «que distribuía los uniformes, las botas y las mantas». Conoció entonces a un «sargento joven, muy falangista, pero que me apreciaba». Aquel mando le dejó las llaves del cuartel, para que saliera a estudiar, y le asignó «un camastro en la bodega donde guardábamos las reservas de comida, en vez del dormitorio de la compañía, con todos los reclutas». Allí estudió Ferrer, «en compañía de unas ratas enormes que saltaban dando chillidos en medio de los sacos». No obstante, preparó el Bachillerato y aprobó el examen del Estado, en la Universidad de Oviedo.
Intimó asimismo con «Joan Bellsolell, un chaval de Mataró que había sido comisario de las compañías alpinas, en el Pirineo». Aquel compañero era «escribiente en la oficina del Servicio Secreto del Regimiento», y «abría toda la correspondencia oficial».
Un día, Bellsolell, desencajado, acudió a Ferrer y le mostró una carta que acaba de llegar. Era la orden de detención por parte del Tribunal Militar contra el soldado Joan Bellsolell. Inmediatamente, Ferrer juntó a cinco colaboradores «duchos en burocracia, que dominábamos el papeleo». Falsificaron un permiso a nombre del amenazado, para que se ausentase quince días y asistiese al entierro de su padre. La fuga funcionó y los implicados sortearon las investigaciones posteriores. Pasado un tiempo, el sargento falangista le dijo a Ferrer: «¡Confiésalo!, tú lo sabías...». El joven catalán comenta entonces en su libro que «un deber de sinceridad se imponía ante aquel hombre que, por muy camisa azul que fuera, me había tratado siempre con extrema dignidad». «Sí, sargento, lo sabía..., pero ante todo era un amigo». «Lo comprendo. Yo hubiera hecho lo mismo».
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