Se acaba de cumplir el medio siglo de la inauguración del horrible monumento llamado Valle de los Caídos. Fue en 1940 cuando a Franco se le ocurrió la idea de emular a Felipe II y levantar ese monstruo de estética fascista que había de servir de sepultura para él mismo, para Primo de Rivera y para muchos de los que entonces se llamaban caídos por Dios y por la patria. Diecinueve años después, en 1959, las obras estaban terminadas.
El enorme trabajo se llevó a cabo gracias al esfuerzo de miles de presos políticos, rojos encarcelados que redimieron pena picando piedra en lo que entonces todavía era conocido como el campo de concentración de Cuelgamuros. Se calcula que fueron veirte mil los hombres obligados a construir el mausoleo. Veinte mil hombres que vivían hacinados y medio congelados en barracones, trabajando diez horas diarias, se alimentaban con un trozo de pan y una lata de sardinas o un plato de lentejas (salvo los domingos, cuando comían cocido) y cobraban dos pesetas por jornada, de las cuales les descontaban 1,50 para gastos de alojamiento y manutención. El resto de las diez o doce pesetas que el Estado recibía por cada trabajador de las constructoras – Morlan, Banús y San Román – sirvió para pagar el propio monumento, que costó más de 300 millones de euros en dinero actual. En aquellos años de hambre y miseria.
Del número de fallecimientos que se produjeron durante los trabajos no se sabe nada. Oficialmente fueron una docena, cifra que nadie se cree. Y poco se sabe también de los más de treinta mil muertos que están allí sepultados, veinte mil de ellos sin identificar . Algunos eran victimas del bando golpista, trasladados con autorización de sus familias. Y otros muchos, republicanos que yacían en fosas comunes y que, en buena medida, terminaron formando parte de la estructura de la obra, y no sepultados en enterramientos decentes. La guía oficial del documento, editada por Patrimonio Nacional, no menciona prácticamente nada de todas estas atrocidades. Tampoco existe en todo el edificio una sola placa que recuerde a los presos-obreros a los rojos allí enterrados.
Hace unos meses visité Nuremberg, la ciudad donde Albert Speer, el arquitecto de Hitler, construyó un inmenso recinto – inacabado – para la celebración de las grandes ceremonias del Partido Nazi. A nadie se le ocurrió destruir ese conjunto después de la derrota alemana. Pero tampoco mantenerlo como lugar de exaltación, por supuesto. Se ha convertido en un Centro de Documentación del Partido Nazi, donde se exhiben vídeos, fotografías y textos sobre aquella ideología y donde se celebran congresos, cursos, clases para niños, etc.
Sé que no soy la primera en exponerlo, pero alguien debería tomar ya la decisión de sacar los restos de Franco y Primo de rivera de sus tumbas y entregárselos a sus familias para que hagan con ellos lo que quieran y dejen de estar en un espacio público donde los responsables de tanta muerte y tanto dolor aún pueden ser venerados por sus seguidores. Alguien debería convertir el valle de los Caídos, por ejemplo, en un museo de la Guerra Civil. Y terminar de una vez por todas con la existencia en plena democracia de un mausoleo dedicado a honrar la memoria de un dictador y construido a costa del sufrimiento de sus propias víctimas. Toda una vergüenza.
Nota: artigo escrito por Ángeles Caso e publicado na revista “MAGAZINE” do domingo 28 de xuño do 2009
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