15 de enero de 2014

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jueves, 4 de febrero de 2010

¿Franquistas buenos?

2/2/2010 Una reflexión sobre la Transición

• Quienes colaboraron con el régimen deberían haber pedido perdón a los que lucharon por la democracia


DAVID Miró

Sin duda uno de los economistas más influyentes del siglo XX fue Hjalmar Schacht, presidente del Banco del Reich y ministro de Economía en los primeros años de Adolf Hitler como canciller. Schacht se las ingenió para que el dinero internacional fluyera hacia la Alemania nazi e hiciese posible la recuperación económica y, a consecuencia de ello, el rearme masivo. Cuando la guerra ya era inevitable se distanció del régimen e incluso mantuvo contactos con los responsables del atentado contra Hitler de 1944, por lo que fue deportado a un campo de concentración. Fue absuelto en el proceso de Núremberg, pero un tribunal alemán lo condenó después a ocho años de trabajos forzados, de los que solo cumplió uno. En los años 50 y 60 fue un brillante asesor económico de países en vías de desarrollo. Murió en Múnich en 1970.
La historia de Schacht me ha venido a la cabeza al leer el artículo de Antoni Serra Ramoneda sobre el 50° aniversario del Plan de Estabilización, que a finales de los años 50 modernizó una economía, la española, que estaba al borde del colapso. Serra Ramoneda lamenta el poco eco que ha tenido la efeméride y el poco reconocimiento académico de su ideólogo e impulsor, el economista catalán Joan Sardà Dexeus, seguramente junto a Laureano López Rodó uno de los catalanes más influyentes del siglo XX.

En mi caso, las historias de Schacht y Sardà me concitan una reflexión de orden moral muy diferente. ¿Es posible hacer el bien colaborando con un régimen que es intrínsecamente malo, como el nazismo o el franquismo? Es muy probable que Sardà no fuese un franquista convencido, pero resulta evidente que puso sus conocimientos y su talento al servicio de un régimen que torturaba y asesinaba, y el éxito del Plan de Estabilización coadyuvó a perpetuar la dictadura.

No es esta una cuestión baladí. El régimen franquista, como todos los sistemas autoritarios, intentó sacar el máximo provecho de las inteligencias del momento en su propio beneficio. Hitler tuvo a Schacht, pero también a la cineasta Leni Riefenstahl y al arquitecto Albert Speer. Las reformas de Sardà sacaron de la pobreza a muchas personas, pero también llenaron las arcas de un Estado asesino y corrupto. Mientras Sardà convencía a los técnicos del Fondo Monetario Internacional de que valía la pena financiar el despegue económico español, en los calabozos de la Via Laietana se torturaba a políticos, dirigentes sindicales y estudiantes.

¿Qué juicio moral merecen esas personas que trabajaron para el régimen y ayudaron sin duda a sostenerlo, aunque en su quehacer diario fuesen bellísimas personas e incluso antifranquistas en su interior? ¿Pueden estar a la misma altura que las personas que llevaron una oposición activa y pagaron un alto precio por ello, con la cárcel o incluso la muerte? ¿O al lado de las personas que renunciaron a cualquier tipo de colaboracionismo y optaron por una resistencia pasiva que les llevó a renunciar a sus carreras profesionales?

Una de las herencias de la cultura de la transición se basa en la existencia de unos franquistas buenos, a los que no hay nada que reprochar. El caso de Juan Antonio Samaranch es paradigmático, pero no hay que olvidar que si la dictadura franquista duró tanto es porque miles de personas, desde el simple funcionario al ministro de turno, ponían en marcha cada día los resortes del Estado nacionalcatólico. En sus memorias, el también economista Fabián Estapé reconoce sus dudas por haber colaborado con Sardà y por ende con Franco. No es mucho, pero es un gesto inusual. Y es evidente que no tiene la misma responsabilidad el comisario Creix que un simple ordenanza del Gobierno Civil. Pero en mi opinión hay una línea clara que separa a todos aquellos que, de una manera u otra, participaron en la Administración franquista y los que no lo hicieron. Y, en todo caso, todos ellos, por muy buenas que fuesen sus intenciones, deberían haber pedido disculpas a los que lucharon por la democracia.

Lo que resulta más curioso del caso es que cuando las personas de mi generación (nacidas en las postrimerías del franquismo o al inicio de la democracia) plantean reabrir este debate, son algunos viejos antifranquistas los que más nos abroncan, como pasó con la protesta por la concesión de la Medalla del Mérito al Trabajo al periodista Carles Sentís (que hizo labores de espionaje para el bando franquista) promovida por el Grup de Periodistes Ramon Barnils. Es en esas reacciones donde se aprecia el pacto de hierro de la transición con los llamados franquistas buenos.En Alemania ahora existe un gran interés en conocer cómo el nazismo pudo atraer a tantas personas buenas, como explica la película Good, de Vicente Amorim, sobre un texto de C.P. Taylor. Pero sobre el tema de la responsabilidad moral me quedo con Amén, de Costa Gavras, donde hay una escena en la que un oficial alemán escandalizado por la existencia de los campos de exterminio le pregunta a un compañero del servicio ferroviario si es consciente de lo que está haciendo. La respuesta deja frío al oficial y helado al espectador: «Yo solo ordeno la circulación de trenes».

*Periodista

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