[2008-2009]: «Los avatares de la palabra escrita: formas de la escritura, materialidad de lo escrito»
Verónica Sierra Blas
(Universidad de Alcalá; SIECE; Grupo LEA)
(Universidad de Alcalá; SIECE; Grupo LEA)
En 1937, una España dividida en dos empezaba a sufrir, después de medio año de lucha, los efectos de una guerra que se preveía larga y cruel, en parte debido a la internacionalización del conflicto. Tanto las principales ciudades como los pueblos más pequeños y apartados se convirtieron en frentes de batalla y las bombas dejaron de distinguir entre edificios civiles y militares, entre hombres y mujeres de armas y el resto de la población indefensa y no combatiente, incluidos los niños.
La guerra inundó y transformó así el mundo infantil, entró a formar parte de sus vidas sin remedio. Muchos niños sufrieron por vez primera la separación de sus familias debido a la evacuación de las zonas de riesgo; vieron con sus propios ojos cómo la violencia y la venganza se adueñaron de sus calles y sus barrios, convirtiéndose ellos mismos en ocasiones en el centro de las calumnias, amenazas y agresiones que sus mayores no podían recibir; tuvieron que hacer frente a la escasez de alimentos, a la insalubridad, a las numerosas enfermedades que proliferaron por causa de esas malas condiciones de vida; las sirenas y las carreras a los refugios, a cualquier hora del día y de la noche, se convirtieron en su pan nuestro de cada día, así como la angustia, el miedo, la ansiedad y el pánico provocados por los bombardeos de la aviación; vivieron en sus propias carnes las heridas de guerra, la desaparición de sus seres queridos; tuvieron que acostumbrarse a la presencia constante de la muerte a su alrededor.
No hubo ni tiempo ni espacio para la neutralidad, ni siquiera para ellos, porque se vieron abocados a padecer una guerra que no era suya, aunque muchos llegaron a asumirla como propia y acabaron participando activamente en ella, ayudando como pudieron o les mandaron, agarrándose como a un clavo ardiendo a la ideología de sus mayores, con conciencia o sin ella. Otros muchos tuvieron que pasarla escondidos, errando de refugio en refugio de la mano de sus madres, encontrando a su paso tantas puertas y ventanas cerradas a cal y canto, tanto rechazo, tanta indiferencia que no han podido todavía olvidar la soledad en que lucharon por sobrevivir en aquella guerra entre hermanos.
Pero en esta conferencia voy a hablar, sobre todo, de los que se marcharon, de los que protagonizaron el primer exilio del pueblo español por causa de la Guerra Civil, los más de 30.000 niños que tuvieron que abandonarlo todo para poner sus vidas a salvo. Grandes reportajes gráficos se encargaron de registrar su despedida en los puertos españoles y su llegada a aquellos países que se habían ofrecido a acogerlos: Francia, Bélgica, Inglaterra, Suiza, Dinamarca, México, Rusia... De entre todos ellos fue el país de Stalin el que despertó las mayores alabanzas y críticas, el que más encendió las conciencias y sacudió los corazones, debido a lo que éste representaba en aquel momento de encarnizada liza ideológica entre el fascismo y el comunismo. El exilio infantil a la URSS se convirtió así en el objeto predilecto de la propaganda y la opinión pública nacional e internacional, tanto para bien como para mal.
Los 2.895 niños que desembarcaron en los puertos de Yalta y Leningrado entre el 21 de marzo de 1937 y finales de octubre de 1938 despertaron tanto interés entonces como lo despiertan ahora, 70 años después de su partida. Su historia, construida a partir de las crónicas periodísticas y los documentos oficiales de la época, los testimonios orales de algunos de sus protagonistas o las
memorias sobre su infancia publicadas por éstos cuando llegaron a su edad adulta, ha recorrido el mundo. Pero en dicha construcción histórica ha habido siempre un vacío que este libro quiere llenar: los testimonios directos que sus manos todavía temblorosas e inseguras produjeron en el momento mismo en que vivieron en primera persona una experiencia que cambió su destino y que les dejó huérfanos aun sin muchos serlo de verdad.
Por ello he rescatado las cartas que los niños escribieron a sus padres, familiares y amigos, así como a algunos organismos asistenciales, en este tiempo trágico en el que, a pesar de todo, no dejaron ni un segundo de pensar en los suyos y en la guerra que asolaba su país. Las cartas fueron para los pequeños exiliados el hilo de unión con todo aquello que la distancia les había hecho perder. Escribir les ayudó a sentirse menos solos, a mantener el contacto con sus familias y la esperanza del retorno, a encontrar a quienes creían perdidos, a superar los traumas y las dificultades impuestas por las circunstancias que les tocó vivir, a construir una identidad sin prescindir de las costumbres y de los recuerdos del país que les vio nacer. Sin embargo, estas letras salidas de las manos infantiles siguieron caminos muy distintos de los que concibieron sus autores y los responsables que se encontraban a su cargo en Rusia. La mayoría nunca llegó a su destino. Secuestradas por las tropas de Franco, como tantos otros documentos personales, acabaron convirtiéndose en pruebas con las que inculpar y por las que castigar a sus destinatarios. En ellas encontramos así una historia de encuentros y desencuentros, de pasiones y represiones, de esperanzas y sufrimientos, en la que, por encima del bien y del mal, reposa la memoria de unos niños que lo único que quisieron fue vivir en paz y recuperar aquella infancia que la guerra les robó.
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