“Verdad, justicia y reparación” a los registros de la propiedad de la España post genocidio.
Miguel Ángel Rodríguez Arias[1].
“Cuando haya sangre en las calles, compra propiedades”, ya lo decía el Barón de Rothschild allá por el año 1757.
Aunque a nuestros victoriosos cruzados patrios que, efectivamente, hicieron correr la sangre por las calles de toda España, ni siquiera les hizo falta comprar nada. Simplemente cometieron la práctica totalidad de los crímenes contra la humanidad, de guerra y contra la paz que existen y, después, despojaron a sus víctimas de cuantos bienes se les antojó.
Mejor dicho, utilizaron los resortes del nuevo “Estado”, la absoluta impunidad que el mismo les brindaba, para robar, durante años, a las familias de quienes habían defendido nuestra República.
Al igual que los propios nazis, apropiaciones de inmuebles, de tierras, de instalaciones industriales, de obras de arte y otros bienes, requisas coactivas de papel moneda, imposición arbitraria de tipos de cambio abusivos en zonas fronterizas y explotación empresarial de mano de obra esclava, fueron buena parte de sus hazañas redentoras de la cristiandad.
Todo ello a pesar de que ya desde el derecho de la Haya de 1907 estuviese prohibido someter a la población civil a saqueo, y se estableciese, además, que la propiedad privada debía ser en todo caso respetada, sin que pudiese ser confiscada ni objeto de pillaje.
A pesar de que no sólo es imprescriptible el enjuiciamiento de los verdugos, sino también lo es el derecho de las víctimas a la restitución y la reparación de los perjuicios causados. O tal y como señalan los principios ONU de protección de los Derechos Humanos mediante la lucha a la impunidad: “la amnistía y otras medidas de clemencia no afectan al derecho de las víctimas a reparación (…) y no menoscabarán el derecho a saber”. Lo que no sólo es aplicable a la restitución del patrimonio histórico de partidos y sindicatos, como sí que hemos hecho, sino también al patrimonio de las familias perseguidas. Fuera de España casos como el de la Ley de restitución de tierras a los descendientes de sus legítimos propietarios hecha por el Presidente Mandela en Sudáfrica tras el apartheid – incluida la expropiación a las familias blancas que se beneficiaron del robo a partir de 1913 y la creación del tribunal especial de reivindicación de tierras –, son otro buen recordatorio.
Sin olvidar tampoco la expresa prohibición de la cesión de penados “a particulares, compañías o personas jurídicas de carácter privado” derivada del Convenio OIT contra el trabajo forzado – ratificado por España en 1931 – ; ni el propio antecedente del juicio a los empresarios de Hitler en Nuremberg y todos los posteriores procesos judiciales en Alemania relativos al pago de indemnizaciones, como fue el caso de las empresas del Cartel IG Farben, responsable de campos de trabajo como el de la filial IG Auschwitz.
A los empresarios de Franco, en cambio, el negocio les salió redondo y nadie les ha pedido, todavía, responsabilidades por las distintas violaciones de derechos humanos de los “esclavos de Franco” – prisioneros de guerra con derechos, según la Convención de Ginebra de 1929 – y de cuya explotación sacaron, ilegalmente, buen provecho, tal y como queda de manifiesto en el punto 67 del Balance de Crímenes denunciado por el Consejo de Europa en 2006. También recogida, en su punto 71, la "privación de bienes" por parte de la legislación franquista en contra de los "considerados republicanos".
Como dice irónicamente Jean Ortiz en uno de sus poemas de Mi guerra civil, “El carro de mi abuelo se lo robaron…/y no se lo devolvieron”.
Y ya sabemos por el drama abierto de los desaparecidos, de las fosas clandestinas, de los niños perdidos, – a los que ninguna institución busca todavía, por mucha vergüenza que dé hasta el mencionarlo – lo muy poco que le ha importado al actual Gobierno del PSOE cumplir en este tema con nada de lo que haya dicho Naciones Unidas, ni el Convenio Europeo, ni nada que se le parezca. Mientras tanto, ya se sabe, en la España post genocidio los crímenes económicos del franquismo, como todos los demás, van a misa. Con la imprescindible ayuda del velo de impunidad tejido por nuestras autoridades. Qué duro resulta constatar también esto último.
La España post genocidio que viene de ser Ruanda o la antigua Yugoslavia, con todas las consecuencias familiares, sociales, económicas, políticas, culturales, que aún perduran entre nosotros, todavía no es capaz de soportar su propio reflejo, ni mirar de frente a los miles de muertos insepultos que salen a la luz con tan sólo rasgar unos centímetros de tierra o de memoria.
“Verdad, justicia y reparación”, por tanto, también a los registros de la propiedad, hasta lo más oscuro de los balances contables de los empresarios de Franco, porque los responsables del franquismo, al igual que los del nazismo, fueron en primer lugar genocidas, sí, pero también fueron ladrones. Y nuestro Estado de Derecho no puede reconocer validez jurídica alguna a ninguno de sus crímenes, ni a su posterior saqueo del país. No podemos seguir llamando “derecho” al botín de guerra.
El disfrute de las rentas de todo ello debe dejar de engrosar las cuentas de las familias de los genocidas para pasar a los descendientes de sus legítimos propietarios: víctimas robadas y exterminadas por haber sido defensores de la Constitución y la República española, dejadas de lado por nuestra transición ejemplar de las fosas clandestinas y, finalmente, desamparadas por las ilegalidades internacionales de un Gobierno que ha defraudado todas nuestras esperanzas de justicia y derechos humanos para estas personas. ¿Por qué?.
[1] Miguel Ángel Rodríguez Arias es profesor de Derecho penal internacional de la Universidad de Castilla-La Mancha, autor del libro El caso de los niños perdidos del franquismo: crimen contra la humanidad y otros trabajos pioneros sobre desapariciones forzadas del franquismo que dieron lugar a las actuaciones de la Audiencia Nacional.
Publicado en el Plural, enviado por Miguel A. Rodriguez
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