M. Serrano / A. Munárriz / Público 25 de Octubre de 2011
El
salvocheano, que falleció el pasado 17 de febrero a los 94 años, fue uno
de los últimos supervivientes del Canal de los Presos. A finales de
enero rememoraba para el diario Público la brutal represión a la que se
vio sometido · Fue secretario general de las Juventudes Socialistas
Unificadas de Riotinto · Sobrevivió al “engaño” de la Pañoleta · "Cada
vez que decía que era de Salvochea, me pegaban una paliza"
Cuando
le preguntaban de dónde era, él respondía que de Salvochea, una aldea a
tres kilómetros de Riotinto, en Huelva. “Cada vez que lo decía, me
pegaban una paliza. Había que llamarla El Campillo, como a ellos les
gustaba”, recuerda ahora Ricardo Limia a sus 94 años. Esos
“ellos” a los que hace referencia son los fascistas de todo pelaje que
le arruinaron media vida. Y no sólo por no permitir llamar a su pueblo
con el apellido del mítico revolucionario y anarquista Fermín Salvochea
que le dio nombre durante los años previos al estallido de la guerra. La
toponimia aquí es lo de menos. Ricardo Limia fue un esclavo del
franquismo.
Acabada
la guerra, el régimen naciente aprovechó la mano de obra esclava para
la construcción de una ambiciosa infraestructura destinada a poner en
riego más de 50.000 hectáreas en Sevilla y Cádiz. El resultado es lo que
aún hoy es el Canal del Bajo Guadalquivir, conocido como el Canal de
los Presos. Salidos de campos de concentración como el de Los Merinales,
allí trabajaron miles de personas en condiciones extremas de 1940 a
1962, en uno de los mayores empeños represores franquistas. “Cuando la
CGT hizo la primera investigación sobre el canal, encontramos a unos 30
supervivientes. Que nos conste, Ricardo es el último que queda vivo, al
menos en Sevilla. He dado charlas por todo el país y no he encontrado a
más. Desde luego ninguno ha contactado con nosotros”, afirma el
activista de la CGT Cecilio Godillo, defensor de la dignificación del
campo de Los Merinales.
La faraónica obra requirió mano de obra forzosa durante 22 años
Ricardo recibe a Público
en Dos Hermanas (Sevilla), donde vive junto a su hijo, José Luis, en
una casa próxima a Los Merinales. “Tras estallar la guerra, me escondí
un año por la sierra de Huelva, junto a otros milicianos. De allí salió
un destacamento de mineros de Huelva a la Pañoleta para luchar en el
frente. Fue un engaño. Los mataron a todos. Yo me salvé porque iba
detrás en una moto”, cuenta Ricardo, que a veces vacila y otras se
emociona durante el relato. “Todas las noches dormía escondido detrás de un árbol con un ojo abierto. La gente era mucho más mala que ahora”,
repasa. Tras ser reclutado a la fuerza y descubierto su plan para pasar
a la zona republicana, fue condenado a cadena perpetua en 1937, pena
conmutada luego por trabajos forzados. A sus 21 años y habiendo sido
secretario general de las Juventudes Socialistas Unificadas de Riotinto,
era carne de canal.
Huidas y fusilamientos
“Los
presos morían de hambre, enfermedades, palizas... No lo podéis
imaginar. Como te desviaras una mijita, te castigaban. Más tarde o más
temprano, caían sobre ti”, recuerda Ricardo. Él era encargado de llevar
la contabilidad de la construcción y controlar los carburantes. “Me
salvó todo lo que aprendí en Salvochea. Como era una colonia minera
controlada por los ingleses, sabía leer y escribir, porque ellos
obligaban a aprender a todos los niños”, recuerda sabiéndose casi un
afortunado. “No tuve que cargar piedras. Si no, no hubiera llegado a los 94 años”,
reflexiona. “Pero en el campo era uno más. Dormíamos todos en los
barracones, en el suelo. Me podían mirar mejor o peor según el día, pero
era un preso. Era un esclavo, como todos”, recalca.
“Los presos en Los Merinales morían de hambre y de palizas”
Ricardo
asegura que durante su estancia en el campo se libró por los pelos de
una condena a muerte por ayudar a unos presos a escapar. Esquivó el
paredón gracias, asegura, a la intercesión de uno de sus jefes, Tomás
Valiente. Durante años, cuenta su hijo, se despertó llorando de miedo y
de confusión tras unas pesadillas que le recordaban cómo, tras aquel
episodio, los guardias lo sacaban por la noche para fusilarlo y luego lo
devolvían entre risas al barracón.
Ricardo,
que ha sido homenajeado por la Asociación Memoria Histórica y Justicia,
tiene ahora ante sí, enmarcada, la declaración del Ministerio de
Justicia que declara que fue perseguido por razones políticas. “Cuando
la recibí, me emocioné. Pero es tarde. Muchos inocentes que ya no están han tenido que vivir toda la vida siendo tachados de delincuentes”, dice.
El
único buen recuerdo del campo para Ricardo es que allí conoció a
Margarita, que iba a llevar ropa a su hermano. Se casaron tras
abandonarlo en 1942 y regresar a Riotinto, donde sacó plaza de jefe de
estación. “Me declaré culpable de los robos en los vagones. La gente lo
hacía por hambre”, recuerda. Lo echaron y se marchó a Sevilla. “Debía
presentarme cada día en el cuartel. Un día llegué tarde. Me dieron una
paliza”, cuenta. Estuvo vigilado hasta 1963. Luego montó una panadería. Y
llegó a ser uno de los líderes de este gremio en Dos Hermanas.
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