Kaos por Pepe Gutiérrez-Álvarez 06 de Diciembre de 2013
Acaba de fallecer Nelson Mandela, seguramente el negro africano más
admirado y apreciado en la historia. Su biografía atraviesa la segunda
mitad del siglo XX, y culmina con todos los honores posibles, es ya un
icono.
Ahora, los representantes de la derecha neoliberal
que, a la manera de Reagan y Thatcher, le trataron de “peligroso
terroristas”, se apremian por depositar el ramo de flores más grande
sobre su tumba. Lo podemos ver en el “homenaje” que el thatcheriano
Vargas Llosa, acaba de publicar en “El País”, y cojan la lupa y miren:
ni media palabra sobre los posicionamientos de Mandela por el
socialismo, las luchas de liberación, su admiración por el Che y por la
revolución cubana. De buen seguro, a su sepelio asistirán estadistas y
coronas, mucha gente que en su día fueron buenos amigos del régimen
racista, gente comos dignatarios del Pentágono que tuvieron a Mándela en
sus listas como “terrorista” hasta después de ganar unas elecciones…
Mándela será en verdad llorado por millones de
personas anónimas que a lo largo de varias décadas, se jugaron la vida y
la libertad contra un régimen que el propio Mandela situó después del
nazismo en perversión. En su inmensa mayoría serán personas que se
sienten más libres que en los años de ignominia, cuando un “nativo”
podía ser vejado, maltratado, torturado o asesinado por la policía. Las
terribles fuerzas represivas de un sistema que era considerado como un
ejemplo para África. Un sistema que no tuvo problemas diplomáticas hasta
que su continuidad se adivinó imposible, y que gozó de apoyos
incondicionales, por ejemplo de Israel. Por ejemplo, de la España de
Felipe González que le siguió vendiendo armas cuando ya estaba siendo
desahuciado, y muchos gobiernos habían dejado de hacerlo.
Dicen que la hipocresía es el homenaje que el vicio
rinde a la virtud, y Mandela no es culpable del festival de cinismo que
ha rodeado sus últimos años, desde que garantizó que la revolución que
predicaba se quedaría en las puertas de la propiedad, de esas riquezas
sobre las que alguien dijo que el oro de los blancos era también la
sangre de los negros.
Su historia es la de una larga resistencia a la
opresión racista y social, que una cosa es indisociable de la otra, se
desprecia al negro para robarle sus riquezas.
De haber muerto en los años cincuenta podrían haber
sido comparado con cualquiera de los grandes jóvenes líderes negros que,
como Antonio Lembele o Steve Biko (al que aquí conocemos sobre todo con
el rostro de Denzel Washington en Cry Freedom), dos líderes radicales que marcaron con su potente personalidad el movimiento de resistencia.
De haberlo hecho después del proceso de Rivonia su
figura habría podido resultar equiparable a la trágica y magnífica de
Patricio Lumumba, un nombre que es en sí mismo una acusación contra la
inane monarquía belga y el colonialismo.
Pero Nelson siguió siendo alguien de una talla
excepcional en los años del ostracismo, era ya un anciano cuando le
llegó la liberación, pero emergió como un líder imaginativo, alguien a
la altura de unas circunstancias especialmente complicadas, y dejó el
poder con el prestigio intacto, aunque hay luces y sombras en el balance
objetivo de su actuación. Pero incluso en el caso de que se puedan
juzgar severamente algunas de sus posiciones, no hay duda que fue el
artífice de la reconciliación racial que sacó a Sudáfrica del
"apartheid", impidiendo que el país cayera en una guerra civil. Pero esa
fue una fase. Una etapa inicial en un continente en el que el dilema
entre el socialismo o la barbarie (neoliberal), se está haciendo cada
vez más evidente que en ningún otro.
Ahora todo aquello parece quedar lejos, una historia
que se narra de una manera personalizada, con cuatro generalizaciones
sobre el “apartheid”, un régimen que sirvió, ante todo y sobre todo,
para caber más ricos a los ricos y más pobre a los pobres
Mandela, el incorruptible, el que no se rendía,
comenzó a ser mundialmente reconocido cuando en los años ochenta, la
crisis abierta, con las movilizaciones masivas en las calles, las
muertes y las torturas de los resistentes, convertía a Sudáfrica en uno
de los centros de la atención pública de todo el mundo, y familiarizó a
muchas personas con términos hasta entonces extraños como boers, bantú,
bantunstanes.
Palabras que vinieron acompañada de nombres como los
de Steve Biko, Desmond Tutu, Walter Sisulu, pero sobre todo con Nelson y
Winnie Mandela, la olvidada pareja protagonista del gran drama
histórico del apartheid en su última fase, después de la cual comenzaría
una nueva etapa en la historia de Sudáfrica en la que el racismo era
apartado de las leyes, y el CNA conseguía gobernar con una mayoría
absoluta, dentro de la cual se podían contar los votos de muchísimos
blancos que también creían que el apartheid merecía morir, y ser
enterrado como una variante colonial del nazismo, como una muestra
especialmente cruel de la "supremacía blanca".
En este tiempo, y en el que le sigue, el prestigio de
Nelson y Winnie Mandela han superado al de todos los gobernantes de la
época. Muy pocas veces en la historia una pareja ha conseguido, reunir
tras de sí un apoyo nacional e internacional
tan vasto, hacía mucho tiempo que líderes proscritos no daban un salto
histórico --revolucionario-- que les llevara desde la prisión y la
humillación, a protagonizar un cambio histórico incompleto pero
impresionante, y recibir los máximos honores. Incluido el Nobel de la
Paz para Nelson compartido con De Klerk, lo cual no deja de ser una
paradoja, aunque este del Nobel a veces parece tan disparatado como el
Oscar, y aunque no se lo dieron a Hitler o Franco (aunque no faltaron
propugnadores), se lo dieron a Kissinger, seguramente peor de todos.
Así es que, aunque situados después de la ruptura
matrimonial en ángulos diferentes, Nelson y Winnie, cada uno a su
manera, siguieron representando la historia viva de Sudáfrica, una
historia en movimiento que sigue ocupando las portadas de los medias, y
sobre la cual sigue valiendo la pena tratar de ofrecer un "mapa" que nos
ayude a situarnos en uno de los grandes episodios de la historia del
siglo XX, y cuya importancia para el devenir del continente africano
resulta incuestionable. Sudáfrica es el país más desarrollado de un
continente para el cual el siglo XXI solo presenta malos augurios.
Al liderar una revolución a medias, Mandela se
convirtió en el "rostro" de la oposición y de la superación del
apartheid en los periódicos, la radio, la televisión y el cine. En sus
últimos años de cárcel, su nombre fue asociado a todo tipo de
acontecimientos y manifestaciones multitudinarias que gritaban su
nombre, y las embajadas y consulados sudafricanos de todo el mundo se
veían asediados por gente que gritaba lo mismo. En estos años, resultó
extraña la entidad, empezando por el Nobel de la Paz, que al repartir un
premio de carácter solidario o humanístico no tuviera a Mandela entre
sus galardonados en tanto que su efigie ocupaba en los murales y
panfletos un lugar cercano al "Che" Guevara. Fue también entonces cuando
se publicaron numerosos libros, más sobre Mandela y Winnie que sobre
Sudáfrica, siguiendo el mismo hilo: servían para iluminar los
acontecimientos que les había tocado vivir, porque representaban al
pueblo, y porque su causa era la verdadera, o al menos la más
representativa. En el 2002, Nelson fue aclamado por todos los
representantes del continente reunidos en Durban para celebrar la
creación de la Unión Africana.
El potencial de este carisma no podía pasar
desapercibido para el cine y la TV, y de ahí que una de las principales
cadenas de la TV pública norteamericana le dedicara una superproducción a
su nombre (Mandela, con Danny Glover como protagonista) que tuvo la
virtud de suscitar la indignación de la llamada "Mayoría Moral". Los
"medias" republicanos lo tacharon de "comunista" y de "terrorista".
Palabras que también estuvieron en la boca de la Margaret Thatcher o del
demócrata-cristiano alemán Helmuth Kolh, el padrino de Merkel y cia.
Pero Mandela se convirtió en un hueso atravesado en
la garganta de los conservadores británicos cuando, en julio de 1988, el
estadio de Wembley de Londres se puso hasta la bandera para escuchar un
concierto musical con la reunión del mayor plantel de grandes de la
música popular de nuestro tiempo. Desde la cárcel, Mandela llegó a
convertirse en un reclamo desafiante gritado por millares y millares de
manifestantes y de huelguistas de su país.
Por entonces, aunque fuese modestamente, también se
crearon colectivos antiapartheid en varias capitales españolas. Esta
campaña se compuso de las actividades clásicas de denuncia del racismo,
actividades callejeras con pancartas, recogidas de firmas, propuestas
parlamentarias, charlas y mesas redondas, y naturalmente, la edición de
libros y folletos. Inmerso en esta actividad. Fue esta conexión la que
permitió más tarde que Mandela hiciera una escala en Barcelona, invitado
por el Ayuntamiento de la ciudad. En aquella ocasión, Mandela pudo
hablar a un extenso público congregado en la plaza de Sant Jaume…
Poco después, tal como había predicho el mismo ante
una audiencia que lo consideró quimérico, fue elegido el primer
presidente negro de Sudáfrica, y protagonizaba el acontecimiento
liberador más importante finales del siglo XX, de una década de derrotas
para todos los movimientos de liberación, incluyendo los que en la
vecindad con Sudáfrica habían provocado la caída del odioso
ultraimperialismo portugués, y habían contribuido al "regalo" de la
revolución de los claveles en Portugal, que tanta ilusión causó en una
generación que acabaría haciendo la vida imposible al franquismo y
conquistaría las libertades democráticas en España.
En aquella coyuntura, Mandela creyó que lo primero
era acabar con el apartheid, y abordar los grandes cambios que la
mayoría social del país venía exigiendo mientras eran salvajemente
reprimidos.
Desde entonces, muchas cosas han cambiado en
Sudáfrica y en el mundo, pero lo más importantes es que, primero, que el
apartheid ha quedado atrás sin que haya tenido lugar ninguna hecatombe
humanitaria, y segundo, que Sudáfrica ha adquirido un sentido muy
diferente para el continente africano. Dejó ser el centro
contrarrevolucionario coligado con Washington para sostener y
complementar los ejércitos "contras" que acabarían arruinando en no poca
medida las perspectiva de mejoras democráticas y sociales en Angola,
Costa Verde y Mozambique, sino que, por el contrario, emergía como la
portavoz más fuerte y autorizada de un continente que parece condenado a
ocupar permanentemente las páginas más calamitosas de los noticiarios.
Mandela marcó un etapa de la historia sudafricana, el
país más rico del continente, donde la clase trabajadora es mayoritaria
y sigue estando organizada aunque las burocracias sindicales han hecho
estragos. Comenzó como un continuador de la tradición pacifista y
gradualista puesta en la práctica por Mahatma cuando vivió allí, pero
luego consideró que la luchar armada se había hecho ineludible. Fue uno
de los portavoces de la Carta de la Libertad, un programa que no separa
la libertad de la igualdad. Su actuación gubernamental fue, cuanto menos
insuficiente. Sudáfrica ya no sufre el látigo del racismo, pero se ha
hecho todavía más desigual que cuando gobernaban los racistas.
Si tuviera que escribir una escueta esquela a Mandela, lo haría citando un poema de Miquel Mati i Pol, que dice
Ara es demá.
No escalfa el foc d´ahir
Ni el foc d´avui,
I haurem de fer u foc nou.
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