Los Mártires de Chicago
Por José Luis Zamora
Investigaciones 'Rodolfo Walsh' 1ro de mayo de 2006
Corría el l880, y la Federation of Organized Trade and Labour Union ( federación de organizaciones de sindicatos de trabajo y comercio de EE.UU.), veía la luz. En noviembre de 1884 se celebró en Chicago el IV Congreso de la American Federation of Labor, en el que se propuso que a partir del 1º de mayo de 1886 se obligaría a los patronos a respetar la jornada de 8 horas y, sino, se iría a la huelga.
Las terribles condiciones laborales habían hecho surgir las primeras organizaciones sindicales, como la de los Caballeros del Trabajo, en cuya conducción se contaban muchos anarquistas y socialistas provenientes de Europa, como el alemán Spies. Los sindicalistas reclamaban humanizar el trabajo obrero y mejorar la situación de las mujeres y los niños empleados en las fábricas.
En 1886 se habían lanzado decididamente a lograr la jornada máxima de ocho horas como la conquista principal. Las huelgas de ferroviarios, las reuniones y las grandes movilizaciones obreras eran reprimidas a fuerza de balazos, golpes y prisión. Ese año, el Presidente de los EE.UU. Andrew Johnson promulgó la ley llamada Ley Ingersoll, que establecía ocho horas de trabajo, y por supuesto no entró en vigor. Lo cual da una idea de los fuertes intereses creados del poder político y privado.
La federación resolvió entonces imponer, mediante una Huelga General en todo EE.UU., a partir del primero de Mayo de l886, la jornada laboral de ocho horas, para reemplazar la de 12 o 14 horas diarias, a la que se encontraban sometidos tanto varones como mujeres y niños a cambio de salarios miserables. En marzo, los sindicatos de ebanistas, maquinistas, gasistas, ladrilleros y estibadores de Chicago tomaron al toro por las astas y prosiguieron su lucha apuntando al primero de mayo.
A principio de abril, 35 mil trabajadores de los corrales votaron a favor de la adhesión al paro. Pocos días después, se fueron sumando: albañiles, carpinteros, jugueteros, zapateros, empleados de comercio y tipógrafos.
El movimiento comenzaba a tomar ribetes de gigante. Tan así es qué, para mediados de ese mes, 62 mil trabajadores de Chicago se habían comprometido a realizar el paro y a esa altura de la lucha, 20 mil ya habían logrado la conquista de las ocho horas diarias de trabajo. En los días previos, entre concentraciones la gran jornada se fue instrumentando, además, de reuniones a las puertas de las fábricas, llegando a reunir hasta 25 mil personas. El corazón del movimiento estaba en Chicago, se logró apoyo masivo que como consecuencia significó la paralización de dicha ciudad.
El gobierno, los comerciantes o los industriales temían por las consecuencias de la movilización, por supuesto no por sus organizadores y concurrencia en general, sino porque lograran al fin el propósito principal llevado como bandera de la lucha: la jornada de ocho horas de trabajo.
El primero de Mayo llegó y decenas de miles de trabajadores y desocupados salieron a la calle en diversas ciudades de EE.UU., como Nueva York,, Detroit e incluso Cincinnati.
Pero la nota dominante estuvo en Chicago, la huelga paró casi completamente la ciudad. Llegada la fecha, los obreros se organizaron y paralizaron el país productivo con más de 5000 huelgas.
Numerosas empresas - como la fábrica de materiales Mc Cormick - contrataron verdaderos ejércitos privados para romper las reuniones y asambleas convocadas por los huelguistas.
Consiguieron que se movilizara la Guardia Nacional con más de 1300 efectivos, se aumentaran los cuadros policiales y se fundara un cuerpo especial de represión. La prensa trató los acontecimientos despiadadamente - como el diario Chicago Tribune - arengando a que se colgara “el esqueleto de un anarquista en cada poste”, concentrando su puntería sobre las personas de Parsons y Spies. Mientras, el sábado primero de mayo, por fin había llegado y, una parte de los huelguistas junto con sus familiares se congregaban frente a la planta de Mc Cormick , otros se encontraban en un acto a orillas del Lago Font, en donde Parsons y Spies fueron los últimos oradores. Sobre el final, os obreros despedidos de la Mac Cormik Harvester, se trenzaron en pelea con individuos que se los denominaba “rompehuelgas”. Fue entonces cuando llegaron las fuerzas del "orden" cargando contra los manifestantes, reprimiendo brutalmente a trabajadores, mujeres niños y ancianos, con un saldo de seis muertos y heridos. Por ese motivo, la siguiente asamblea fue realizada al día siguiente organizada por Spies más varios dirigentes sindicales, en protesta por la brutal represión, en un lugar abierto, la Plaza Haymarket.
La reunión había transcurrido sin ningún incidente y en el momento en que se encontraba hablando el último orador, Sam Fieldmen, mientras la gente se dispersaba por la lluvia y apenas quedaban unos cientos de huelguistas, se presentó un destacamento de 200 policías fuertemente armados ordenando a los presentes dispersarse. Fue el capitán quien se dirigió al orador, diciéndole: “En nombre del pueblo del Estado de Illinois, ordeno que se disuelva este mitin inmediatamente”.
De pronto, en el cielo apareció un objeto luminoso que explotó hiriendo a varios, indudablemente se trataba de una bomba y la policía transformó Haymarket en zona de tiro a mansalva. Cientos de huelguistas fueron heridos, varios acribillados, y la sangre tiñó las calles de Chicago. Nadie sabe quien arrojó la bomba. Existen versiones firmes, que señalan como autor del hecho a un provocador de nombre Rudolf Schnaubelt, quien a pesar de ser detenido dos veces, en cada ocasión recuperó la libertad.
Rápidamente se utilizó este acontecimiento para desatar una cacería de brujas en contra de los dirigentes de la federación, en especial aquellos identificados como anarquistas, “los tirabombas”
Parsons había logrado escapar de las redadas, mas luego se presentó voluntariamente. En confesión a un camarada le dijo que “sé lo que estoy haciendo. Sé que me matarán. Pero me resulta imposible estar gozando de libertad sabiendo, como sé, que mis compañeros sufrirán largas condenas o serán ajusticiados, acusados de un crimen del cual son tan inocentes como yo”.
Se clausuraron los periódicos y se destruyeron sus imprentas, allí se editaban los periódicos obreros, se allanaron las casas, locales obreros, y se prohibieron las asambleas y reuniones políticas. Los periódicos señalaron con el dedo acusador a los dirigentes anarquistas, pidiendo para ellos cárcel y horca, nuevamente. El juicio se inició el 21 de junio de 1886, ante el juez Joseph E. Gary.
Dicho proceso fue vergonzosamente manipulado, se los acusó de complicidad de asesinato, aunque nunca se pudo probar relación alguna con el incidente de la bomba, entre otras cosas porque la mayoría de ellos no habían estado presentes en el lugar de los hechos, mientras uno de los dos que sí se encontraba era ni más ni más ni menos que el orador.
El jurado estaba formado por hombres de negocios y un pariente de uno de los policías muertos. El fiscal, sin más, y sin pruebas, aclaró que se acusó a los prisioneros porque fueron los líderes de la jornada, que quien había arrojado la bomba lo hizo fuertemente influenciado por las palabras e ideas de los acusados, solicitando un castigo ejemplar que permitiera salvar las instituciones en peligro.
Los acusados eran ocho:
-Albert Parsons (estadounidense, 39 años, periodista),
-August Spies (alemán, 31 años, periodista),
-Adolph Fischer (alemán, 30 años, periodista)
-Georg Engel (alemán, 50 años, tipógrafo). Louis Linng (alemán, 22 años, carpintero)
-Michael Swabb (alemán, 33 años, tipógrafo)
-Samuel Fielden (inglés, 39 años, pastor metodista y obrero textil)
-Oscar Neebe (estadounidense, 36 años, vendedor)
Todos los alegatos de los acusados resultaron infructuosos. De antemano se encontraban ya condenados. Parsons, quien era un orador elocuente. Activista y destacado dirigente del sindicalismo de Chicago y no era sólo miembro de los Caballeros del Trabajo, sino que también fue fundador del Sindicato Obrero Central, con 12 mil afiliados, dijo en su alegato:
“¡Qué son el socialismo y el anarquismo? - continuó - “Son el derecho del trabajador a tener igual y libre utilización de las herramientas de la producción, y el derecho de los productores a su producto”. Agregó: “Yo soy socialista. Soy uno de los que piensan que el salario esclaviza, que es injusto para mí, para mi vecino, y para mis compañeros. Pero no aceptaría dejar de ser esclavo del salario para convertirme en patrón y dueño de esclavos yo mismo”.
Por su parte, Spies dijo al juez Gary: “Si Ud. cree que ahorcándonos puede eliminar al movimiento obrero, el movimiento del cual millones de pisoteados, millones que trabajan duramente y pasan necesidades y miserias esperan la salvación, si esa es su opinión, entonces ahórquenos. Así aplastará una chispa, pero acá y allá, detrás de Ud. y frente a Ud. y a sus costados, en todas partes se encienden llamas. Es un fuego subterráneo. Y Ud. no podrá apagarlo”.
El nueve de octubre se dictó la sentencia de muerte para Albert Parsons, August Spies, Adolph Fischer y Georg Engel, morir en la horca. Louis Linng, se habría “suicidado” antes en su propia celda.
A Michael Swabb y Samuel Fielden, les fue conmutada la pena por cadena perpetua; a Oscar Neebe, lo condenaron a 15 años de trabajos forzados.
Éste último, relató ante los jueces la condición de los trabajadores norteamericanos en aquella época:
“Vi que a los panaderos de esta ciudad se les trataba como a perros. Y ayudé a organizarlos. ¿Es eso un crimen? Ahora trabajan diez horas diarias en vez de 14 o 16 que trabajaban antes. ¿Es otro crimen? Pues cometí otro mayor. Una madrugada observé que los trabajadores cerveceros de Chicago comenzaban sus tareas a las cuatro de la mañana. Regresaban a sus casas hacia las siete u ocho de la noche. Nunca veían a sus familias y sus hijos a la luz del día. Fui a trabajar para organizarlos. Vi a los empleados de esta ciudad que trabajaban hasta las diez y once de la noche. Emití una convocatoria, y hoy están trabajando sólo hasta las siete de la noche y no trabajan los domingos. Esos son mis mayores crímenes”.
Ante la prensa, la manifestación de un comerciante, resume el pensamiento de la mayoría de los su misma condición, dijo: “Yo no considero culpables de ningún delito a esas gentes, pero se les debe ahorcar. Yo no les tengo miedo. Oh, no. Es el esquema utópico de unos cuantos maniáticos filantrópicos, que hasta resultan agradables. Pero lo que sí considero que debe ser aplastado es el movimiento obrero. Si se ahorca ahora a estos hombres, Los Caballeros del Trabajo nunca más se atreverán a crearnos problemas”.
Relato de la ejecución
El 11 de noviembre de 1887, los cuatro anarquistas condenados a muerte subían al cadalso. Luego, más de medio millón de personas asistieron al cortejo fúnebre.
"...salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas plateadas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos...
Abajo la concurrencia sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro... plegaria es el rostro de Spies, firmeza el de Fischer, orgullo el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita que la voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora...
Los encapuchan, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos cuelgan y se balancean en una danza espantable..."
Cuando el verdugo bajó la máscara sobre el rostro de Parsons, su voz retumbó: “Se me permitirá hablar, hombres de los Estados Unidos? Déjeme hablar, alguacil Mattson. Que se escuche la voz del pueblo...”
Y trató de continuar, pero se soltó el muelle que sujetaba la trampa del cadalso y su cuerpo quedó pendiendo en el vacío.
Irónicamente, pasado más de un siglo, esas conquistas obreras son revertidas por gobiernos y multinacionales sin disparar un solo tiro, y sin tener que llevar al cadalso a nadie para su ahorcamiento. Ahora, todo es más sutil, los sindicatos están a disposición del mejor postor, traicionando los mandatos y olvidando las luchas y el sacrificio personal de quienes, desde el aciago 1886, se les conoce como “los mártires de Chicago”.
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